
En las cercanías de Gasteiz se ha organizado un encuentro de buscadores de tesoros, gente que se dedica al juego del geocaching, un deporte al aire libre como otro cualquiera, GPS mediante. En la fotografía tenéis inmortalizado a un buscador de tesoros ochentero. Todo un cazador-recolector en la selva, probablemente en Guinea Ecuatorial. El primer explorador español de aquellas tierras africanas fue precisamente un vitoriano, Manuel Iradier, artífice de una expedición quijotesca al río Muni.
Este heredero de Iradier que véis en la foto, machete en el bolsillo y paquete de Ducados, contribuyó a incrementar los fondos de bichería del Museo de Historia Natural de Vitoria. Además de los animales disecados y los insectos momificados, este centro cultural cuenta con una impresionante exposición geológica, un verdadero catálogo de joyería natural. Uno se queda petrificado viendo fijamente las piezas de ámbar que contienen insectos fosilizados en su interior. Una simple gota de resina les conccedió la eternidad.
Muchos kafkianos arqueólogos siguen considerando a las personas, del pasado y del presente, como insectos inertes dentro de una cápsula de ámbar. La literatura existe para liberar a la gente de estos seres empeñados en encarcelar la vida social.
Acabo el día en la Casa de Cultura Ignacio Aldecoa escuchando a Bernardo Atxaga en la presentación de su nuevo libro Nevadako Egunak (Los días de Nevada). Tengo la misma sensación que he experimentado una y otra vez en tierras etíopes. Siento un idioma que no entiendo. Me acuerdo de una tarde en algún sitio dde Oromía occcidental, cuando mi colega Alfredo entrevistaba a un anciano. Al cabo de un rato, el viejo se fijó en mi y preguntó: ¿el faranji por qué no habla?
Porque para escribir, sólo cabe escuchar.
No me entero mucho de lo que dice un escritor al que admiro, y que mueve con arte sus manos de artesano, como el viejo etíope del que os hablaba. De hecho, Atxaga es hijo de carpintero. Con razón. En su discurso identifico en muchas ocasiones una palabra: paisaje. Atxaga es un experto en el coaching de verdad, en captar la vida de la tierra que le rodea. En este caso, la Nevada estadounidense que vio llegar pastores vascones emigrados. Jon Juaristi ha sido uno de los vituperados intelectuales que ha señalado la importancia del paisaje en la historia de Vasconia, esa realidad que siempre se movió entre el ager (llanada alavesa y sur de Navarra) y el saltus (la montaña).
El autor de Obaba dejó escrito esta maravilla en el siguiente poema de Nueva Etiopía (1996):
Escribo en una lengua extraña. Sus verbos,
la estructura de sus oraciones de relativo,
las palabras con que designa las cosas antiguas
-los ríos, las plantas, los pájaros-
no tienen hermanas en ningún otro lugar de la Tierra.
Casa se dice etxe; abeja erle; muerte heriotz.
El sol de los largos inviernos, eguzki o eki:
el sol de las suaves y lluviosas primaveras,
también eguzki o eki, como es natural;
Es una lengua extraña, pero no tanto.
Nacida, dicen, en la época de los megalitos
sobrevivió, lengua terca, retirándose,
ocultándose como un erizo en este lugar
que ahora, gracias precisamente a ella,
muchos llamamos País Vasco o Euskal Herria.
Sin embargo, su aislamiento no fue absoluto:
gato es katu; pipa es pipa; lógica es logika.
Como concluiría el príncipe de los detectives,
el erizo, querido Watson, salió de su madriguera
y visitó muchos lugares, y sobre todo Roma.
Lengua de una nación diminuta,
lengua de un país que no se ve en el mapa,
nunca pisó los jardines de la Corte
ni el mármol de los edificios de gobierno;
no produjo, en cuatro siglos, más que un centenar de libros:
el primero en 1545; el más importante en 1643;
el Nuevo Testamento, calvinista, en 1571;
La Biblia completa, católica, allá por 1860.
El sueño fue largo, la biblioteca breve;
Pero, en el siglo veinte, el erizo despertó.
La memoria del poeta de un país que, como decía Cunqueiro de Galicia, se resiste a dejar de ser.
Fuera, la nieve cubre con su manto blanco todos los tesoros de Gasteiz.
Mañana será un día de nevada.