En el recorrido establecido por el Chaco Canyon, un anuncio se repite a la vera del sendero, recordando al visitante una ley federal que prohibe depositar cenizas de difuntos en este yacimiento arqueológico. La única tumba contemporánea que hay es la del expoliador y furtivo que acabó siendo asesinado por los locales Las ruinas de los poblados que se van sucediendo forman parte de todo un áspero mundo, mero remedo material de lo que fue, un escombro tenaz que lucha contra el viento. En algún caso la monumental arquitectura doméstica, en pie durante siglos, orgullosa, pereció en las últimas décadas bajo los titánicos bloques desprendidos de la pared de los barrancos.
Esta visita a New Mexico me ha permitido recuperar la obra de un poeta tremendo, Ángel González (1925-2008), aquel niño asturiano que enfermó de tuberculosis en el Bierzo del hambre y la guerrilla de la inmediata postguerra. Un republicano que nació bajo un Rey y murió bajo otro Rey. Fue profesor de Literatura española en la Universidad de New Mexico, en donde se jubiló en 1993. Un tipo que dejó versos eternos, como estos del poemario Áspero Mundo:
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento…