El guardián de Altamira

lasheras

En el imaginario colectivo de numerosas sociedades campesinas europeas pervivió durante siglos la creencia firme en la existencia de unos seres míticos guardadores de tesoros, entes encantados y encantadores identificados siempre con los primeros pobladores del territorio, con unos ancestros no cristianos que habitaban en las cuevas, en los dólmenes, en los poblados fortificados protohistóricos. Estos guardianes del paisaje, estos espíritus, estos genios del lugar, están vinculados directamente con lo que los antropólogos y antropólogas han dado en llamar, precisamente, el sentido de lugar.

La llegada de la Modernidad y del Progreso, la escolarización de los pagani subalternos desde el siglo XIX ha ido minando este rico y variado folklore. Los mouros y mouras de Galicia o los Mairuak vascos fueron poco a poco desvirtuados por nuevas referencias como los celtas, los cartagineses, los romanos, los franceses, los carlistas, los facciosos… La Historia oficial domesticó aquel imaginario mítico. Sin embargo, los yacimientos arqueológicos no han quedado huérfanos y en algunos casos han tenido la suerte de haber acabado en manos de sabios científicos, de representantes del saber moderno que, aún así, consiguen preservar la magia y el sentido primigenio del lugar.

Los arqueólogos y las arqueólogas estamos acostumbrados a ver de frente la materialidad generada por la muerte. Las historias de tumbas, dioses y sabios nos fascinan desde que el Romanticismo campó a sus anchas por aquella Europa decimonónica. Las exhumaciones, en todo tiempo y lugar, nos permiten conocer de primera mano los sentimientos de pertenencia a un sitio, ya sea de orgullosas élites guerreras, de sufridos esclavos, de mujeres invisibilizadas, de entregados funcionarios  o de campesinos anónimos. Más que el tiempo, el espacio, el paisaje y el territorio son los ámbitos en los que la Arqueología se siente más cómoda.

Quizás por todo ello me fascina la especial relación que se crea entre arqueólogos y yacimientos. Relaciones de larga duración que generan sentimientos de identificación, que dan lugar a toda una Arqueología sentimental, así definida por la Psicología contemporánea. Esta estrecha vinculación es muy difícil que se dé en otros ámbitos del saber. No creo que ningún sabio de bata blanca se enamore de ecuaciones matemáticas, de protozoos o de ondas gravitacionales. Sin embargo, la Arqueología vincula a las personas con determinados lugares que acaban por modelar su propia identidad. Conozco arqueólogos que siguen siendo conocidos en el gremio por el microtopónimo de aquel yacimiento al que dedicaron campañas y años de estudio. Este vínculo se conserva, en algunos casos, hasta la muerte. Ahí tenemos el túmulo funerario del hidalgo portugués Martins Sarmento en el modesto cementerio de Briteiros, un mausoleo con la forma de una de las cabañas castreñas que él mandó excavar en la década de 1870 en la citania ubicada al pie de su casa solariega. También me viene a la memoria la tumba del cura croata que dedicó su vida a excavar la vieja ciudad romana de Spalatum en Dalmacia y que quiso ser enterrado en las propias ruinas. Las cenizas de arqueólogos y arqueólogas amigas nutren para siempre la memoria de lugares en los que fueron felices desentrañando sus secretos ocultos bajo tierra.

En el año 2014 tuve la suerte de participar en el proyecto El valor social de Altamira formando parte de un amplio equipo de investigación dirigido desde el INCIPIT del CSIC. Dentro de este marco me pasé dos semanas en el Museo de Altamira releyendo las miles de páginas del libro de visitas para intentar identificar las líneas maestras de la percepción social de la cueva de Altamira por parte de los españoles y las españolas. En aquellas páginas, los más veteranos dejaron constancia del magnífico recuerdo que les había quedado del guardián de la cueva desde los años 20, un paisano llamado Simón y que estuvo a cargo de la gruta durante décadas. El viejo Simón alcanza tintes míticos y se equipara a aquellos gigantes buenos que defendían la cuevas de las amenazas de los intrusos y buscadores de tesoros. Esta imagen se consolidó en la postguerra gracias al Padre Carballo (jesuita gallego y director del Museo de Santander) quien consideró a Simón como una pieza clave en la preservación de la cueva durante la ocupación de los rojos durante la guerra civil:

¿Para qué encomiar la personalidad de Simón de Altamira? Es conocido en todos los países, y han repetido muchos extranjeros que nunca habían conocido un cicerone, un guía que lo superase como tal. Pero conviene, y por eso lo publico, que todos los españoles se vayan enterando de estos acontecimientos, y que, a este modesto empleado, gran patriota, se le rinda el debido homenaje y las merecidas consideraciones a su personalidad.

Pude conocer la historia de Simón y mil detalles más de la historia altamirana gracias a José Antonio Lasheras, director del Museo de Altamira desde 1991. Felipe Criado o David Barreiro ya han agradecido públicamente el apoyo, comprensión y entrega de José Antonio a todos los investigadores e investigadoras del proyecto El valor social de Altamira. Verdaderamente era un placer escucharle, siempre aportando con modestia y elegancia la nota erudita, la referencia desconocida, la anécdota graciosa. Antológicas eran sus historias sobre la manipulación política del arte rupestre de Paraguay o cómo tuvo que lidiar con el modelo de gestión premoderno de la cueva cuando llegó a Altamira. Su sonrisa perenne era una marca de identidad de Altamira.

José Antonio fue el gigante renovado, el guardador de tesoros, el nuevo Simón de la Altamira del siglo XXI. Por siempre y para siempre será el genio del lugar. Descanse en paz.

 

 

 

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